Bastaba con sentir.
No hacía falta hacer nada.
Ni siquiera palabras.
Era el lugar
en el cual
ves llegar
las gaviotas
y flotan como voces
restos de algas.
Salí del mar
para extender mi cuerpo,
felizmente empapado,
recibiendo la brisa,
a ras de arena.
Respirando
del sol,
brillante
sobre quienes
también lo recibían
desde la espuma de las olas
y el salitre esencial
al mediodía.
Te entregabas
a la quietud del movimiento
a la vez que, crecida,
en el rumor del mar
cada señal
brillaba sin cadencia.
Y era todo al alcance
a un lado y otro,
en lo que ves y sientes,
te rodea y te impregna,
fuera y dentro.
De modo que en silencio,
oyendo el palpitar,
el cuerpo adquiere
el vigor de la roca,
la flexibilidad del verde
de unas plantas
allí alzadas justo
en esas aristas
en vertical sobre las olas,
o cualquier sensación
abierta en el espacio
a esa hora de humedad y destellos,
aérea como cumbre,
en donde el interior se abisma
en lo que existe con derroche.
Porque llega a doler sentir
tanto fulgor como pureza.
Todo colma a la altura
en la que lo que ves
se transparenta
y se revela en las formas
plenas de claridad
que hasta a ti llega
para permanecer aquí y ahora
no sólo un tiempo justo y limitado
sino más, cuando quieras.
Ese era el regalo que sabías:
que el sol no cesa,
ni el aire nunca falta,
ni tú vas a perder apenas nada.
Lo que anhelas, recíbelo.
Sin ti faltaba su lugar, el centro
capaz de su memoria,
la consciencia
por la que el mundo
es mundo
y, de repente, sin vuelta,
te asombra
sobre el tiempo
que detiene su marca.
Ahora ya en ti, la luz
entiende y puede verse
en el sentido que guardaba
para ti cada cosa
y ser por eso incluso diferente.
La vida estaba ahí,
sin medida y sencilla,
en esa invitación a descubrirla
como el que deja que la nieve
le incendie
la sed de la inocencia,
la voluntad de inaugurarla.
Y ahora te toca,
en el correr del agua,
no decirle que no,
pues todo está y lo ves
sin la separación
cansada del dolor y la falta,
de lo que era en el rostro
la cicatriz profunda
de lo que se perdía
y limitaba, y ya
no importa.
Poema por Carlos Medrano (c)
Publicado en su Blog La isla de los lápices.
Imagen de Internet
Interesante, no conocía a este poeta.
ReplyDeleteGracias Myriam por traerlo hasta nosotros.
Silencio que pasa el mar.
ReplyDeleteEl verso corto se adapta muy bien a ese ir y venir de las olas, a ese tiempo que fluye, como el agua, al paso veloz de un tiempo que se nos fue.
ReplyDeleteUn abrazo, Myriam.
Oigo el mar de fondo mientras leo, y me llega un agradable olor a salitre que me despierta una leve sonrisa.
ReplyDeleteMusu handi bat.
"Peaso" poema, no conocía al autor.
ReplyDeleteBesos Myriam.
Poema lleno de colores y ruidos de mar...
ReplyDeleteCARLOS MEDRANO COMENTA:
ReplyDeleteVaya sorpresa, Myriam, la atención que has tenido para este poema!
Tuve la suerte de escribirlo a partir de unas notas frente al mar, al mediodía, en una de mis playas vírgenes y cercanas más queridas, con la conciencia de haber podido articular y cifrar esa sensación y voluntad de plenitud con la vida, otras veces tan frágil o pasajera, con claridad y sin esfuezo. Que así sea.
Muchas gracias, me ha encantado y no conocía ni al autor ni su blog. Abrazos
ReplyDelete:)
ReplyDeleteBesos y salud
Bella estampa de serenidad y belleza
ReplyDeleteBesos
Tu espacio está lleno de sabiduría y en el siempre se aprende. Saludos.
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